jueves, 18 de febrero de 2021

Un 18 de febrero de 1998...

Hoy es miércoles 18 de febrero de 1998 y me encuentro, una vez más, en un tren a punto de salir de la estación de Moreno. Mariela está sentada en un asiento frente a mí, en diagonal. La miro. Me mira. Nos miramos. Nos sonreímos.

            Estamos volviendo de la quinta de mis viejos. Ayer vinieron los pibes de JuvenCor a pasar el día. Éramos doce. Los de siempre y algunos más, inclusive Luciano. Franco no pudo venir porque rendía Psicología, y ahora estamos yendo hacia el colegio para ver cómo le fue. Yo estaba en la quinta desde el día anterior y Mariela fue quien los trajo, gracias a mis indicaciones. Es más, recuerdo que mientras explicaba cómo llegar, días atrás, Ella y yo estábamos peleados, enojados, y me miraba con mucha atención sin dejar de demostrarme que le tenía que pedir perdón por algo que yo no terminaba de entender. Eso sucedió el domingo, después de misa.

            Durante todo el martes estuvimos haciendo deportes, pileteando, guitarreando, y mucha charla en grupitos. Pao, nuestra amiga, estuvo jugando a la perfección su papel de celestina y parecía que todo estaba dado para dar el gran paso anoche.

            Después de cenar nos pusimos a ver el VHS de Unen canto con humor de Les Luthiers. Todos riendo a carcajadas. Ella se me sentó al lado y me acariciaba la pierna con sus pies por debajo de la mesa. Se moría de sueño pero hacía lo imposible por resistir para que podamos apartarnos a solas y... yo la embarré. Sin darme cuenta. Quise hacer un chiste, Mariela lo interpretó mal, pensó que la estaba echando y se fue a dormir. Yo, por mi parte, me quedé toda la noche despierto.

            Hoy a la mañana, sin saber cómo ni porqué, nos encontramos desayunando solos, Ella y yo, en el comedor. En un momento ingresó una de las pibas que venía del parque y, al vernos, salió rajando como si hubiera visto un fantasma. Sucede que afuera había mucha expectativa por lo que podía pasar adentro. Estaban a nada de levantar apuestas. Y yo, que deseaba un primer beso mágico, inolvidable, desarmé la escena y pospuse –una vez más- lo que creía inevitable.

            Estamos por llegar a Liniers. Todo el viaje fue un intercambio de miradas cómplices y tímidas sonrisas que insinuaban mucho. No podíamos dejar de hacer conexión visual pero, a la vez, bajábamos de inmediato la vista como si nos diera vergüenza. Nos estábamos mirando el alma.

            Bajamos en Liniers. Mientras esperamos el colectivo, me pongo a charlar con Luciano. En realidad él me empezó a hablar. Es incómodo. No nos llevamos bien desde hace un tiempo. Los dos sabemos que somos, más que adversarios, enemigos. Él hizo cosas que no se hacen, y menos a un amigo. Jugó por atrás, a traición. Se aprovechó de saber que yo gustaba de Mariela mientras me ocultaba su interés. Y nos quiso manipular a los dos. Pero sigue siendo parte del grupo y, con todas mis precauciones, no puedo hacerlo a un lado. Menos ahora.

En medio de esta conversación, y por una supuesta apuesta, Luciano me pone un pico. De la nada. Rarísimo. No entiendo bien el porqué. Mariela, que mira atónita toda la situación, alcanza a decirme: «Espero que el próximo beso lo elijas bien». Y yo, en silencio, imploro lo mismo.

            De pronto, casi por arte de magia, quedamos solo tres parejas. Dos que ya habían concretado y nosotros. Con un rápido y efectivo cruce de miradas logro que los otros cuatro rumbeen para otros lados. Percibo que, antes de irse, Franco y Pao, a mis espaldas, le hacen un gesto a Mariela. Para responderles, Ella, que estaba frente a mí, bastante cerca, pasa su brazo por debajo del mío, acercándose demasiado a mi pecho, tanto que puedo sentir su respiración, y les hace otro gesto, al parecer con uno de sus dedos, creo que el del medio. Ella también siente la mía, mi respiración, que se agita a cada microsegundo. Le digo, le pido, que por favor espere… y, luego de una pausa dudosa, entiende todo.

            Nos vamos a mi casa, solos. Llegamos. Llama a su familia para avisar que ya está de nuevo por esta zona pero que no tiene pensado volver por ahora. Nos da tiempo. Al rato salimos y empezamos a caminar sin rumbo fijo. Intuyo cómo sigue esta historia. O al menos cómo debiera seguir. Sé lo que Ella espera. Sé lo que yo deseo. ¿Me animaré? Estoy nervioso. ¿Qué tengo que hacer? ¿Cómo se hace? ¿En qué momento? ¿De qué manera? Ojalá Mariela me ayude.

 Hacemos pocas cuadras y, casi llegando a la esquina de Martín Fierro y Virgilio, se produce el siguiente diálogo:

—No dormiste anoche, ¿no?

—No —le respondo, sin entender mucho la razón de sus palabras.

—Se nota.

—¿Por qué? —pregunto ingenuamente.

—Porque estás lento.

            Y acuso el golpe. Me siento herido en mi orgullo. Si se había propuesto provocarme, lo logró a la perfección.

Durante este diálogo no dejamos de caminar por lo que su frase final nos encuentra habiendo cruzado Virgilio, casi doblando a la izquierda de Martín Fierro hacia Arregui. Y, siendo las dos menos diez de la tarde, bajo el cálido sol del mediodía, la dejo avanzar un paso por delante, la tomo del brazo con mucha ternura, se da vuelta, me mira, la miro, me espera, me acerco, inclina la cabeza, cierra los ojos, hago lo mismo, me dejo llevar, avanzo y... nuestros labios se rozan suavemente, siento el dulce sabor de su boca en todo mi cuerpo, mis manos buscan su cintura, la rodeo, la acerco un poco más, mientras nuestros labios siguen buscándose y encontrándose. Mi mano derecha ahora corre su pelo hacia detrás de su oreja, de manera tierna, acariciando su mejilla al pasar. El beso va ganando en intensidad, nuestras respiraciones se aceleran, la ternura va dejando lugar a la pasión, la sujeto de la cintura con ambas manos otra vez, nuestras bocas parecen fundirse por un instante y nuestros cuerpos se exploran al contacto de la piel. Todo alrededor parece desaparecer y el mundo somos solamente nosotros dos. Deseo que este momento no termine nunca. De pronto vuelve la calma, nuestros labios se separan con cuidado y suavidad, como queriendo saborearse hasta el final. Nos alejamos apenas, abrimos los ojos, nos miramos, nos sonreímos… le sonrío como jamás había sonreído en mi vida y sus ojos brillan más que nunca. En este mismo momento sabemos, sentimos, que lo nuestro es para siempre. ¿Cuánto duró este primer beso? No lo sé. Una eternidad, más o menos.

            Lo que está pasando forma parte de esos recuerdos que quedarán grabados para siempre en mi corazón, en nuestros corazones. Le canto, a capella, mientras caminamos de la mano, La cosa más bella de Eros Ramazotti: «Cómo comenzamos, yo no lo sé, la historia que no tiene fin. Ni cómo llegaste a ser la mujer que toda la vida pedí... ¿recuerdas el día que te canté? Fue un súbito escalofrío...». Ella ríe e irradia felicidad. Y yo vuelvo a experimentar el cielo.

Vamos a la plaza Terán y le entrego un anillo con un corazón rojo que, previendo esta ocasión, había comprado unos días antes. Caminamos como flotando, pisando con suavidad las moléculas de aire. Sus ojos brillan y, según puedo reconocer en su reflejo, los míos también. Nos besamos una y otra vez, como queriendo volver a probar a cada paso el sabor de nuestros labios.

            Nos dirigimos a mi casa con el único fin de comenzar, de a poco, y en el arbitrario orden que elegimos, a oficializar nuestra relación. Decidimos que la primera en saber debe ser Pao, nuestra gran amiga en común, nuestra celestina. Pero nos da ocupado de manera constante razón por la cual optamos por emplear nuestro tiempo en otros menesteres no tan telefónicos.

            Al rato, bastante después, la acompaño a su casa. Luego de tantas horas de besarnos, nos despedimos con un tierno abrazo. Y entiendo que amar también es poder demorarse en un abrazo sin tener que dar explicaciones.

La dejo en su casa y, mientras camino de regreso a la mía, voy pensando. Nuestra historia es deudora de seis meses de amistad pero hoy marcamos un nuevo mojón en el camino. Un beso que lo cambió todo. Hoy, miércoles 18 de febrero de 1998, comienza una nueva etapa que, Dios quiera, marcará a fuego nuestras vidas para siempre. Una decisión que se hace semilla para, con los años, poder ir dando frutos de felicidad. Un día especial e inolvidable donde el amor se hizo historia en esta historia de amor.

(Capítulo 71 de "Vale la pena. Diario de alguien que ama")



No hay comentarios.:

Publicar un comentario