Enero de 2021. Me fui cuatro días
de retiro de silencio a Los Toldos y viví un tiempo de gracia, muy fuerte, de
encuentro con Dios. Difícil dar cuenta de todo lo que significó esa experiencia
pero sí quiero compartirles algunas de esas señales que invitan a seguir
caminando.
Enero de 2004. Hace diecisiete
años también había ido de retiro a Los Toldos. No con un amigo, como esta vez,
sino con mi prometida... ¿Prometida? Sí. El 12/1 habíamos hecho público nuestro
compromiso con Mari y anunciado la fecha de casamiento en una cena familiar.
Días después estábamos viajando a ese retiro pre-matrimonial –así lo llamamos-
para prepararnos de la mejor manera posible para ese paso crucial en nuestras
vidas.
Ahora un curita amigo nos preparó
una iniciación a los Ejercicios Espirituales Ignacianos y, a mis 40 años, me
disponía a rezar las siguientes preguntas: ¿dónde estoy? ¿de dónde vengo? ¿a
dónde voy y a qué? “Habla, Señor, que tu
servidor escucha”. Mi respuesta ya la sabía: “Aquí estoy, Señor”. Y por eso uno de los primeros momentos de
oración fue rezar con una canción de un jesuita, Cristóbal Fones, que lleva ese
título y dice: “Aquí estoy, Señor,
arado de arriba abajo, despojado de la vieja cosecha… puro surco
rajado, herido de esperanza, abierto para la nueva siembra”.
Pero todo empieza desde antes de
empezar. El día anterior a salir, lunes, me llega por correo una consulta para
ver si podíamos alcanzar a un monje, que también es sacerdote, y se llama José
Ramón. Nuestro plan de ir charlando en el viaje, solos, con mi amigo, se caía…
pero igual dijimos que sí. Me llama este hombre de Dios y me dice que está en
Martínez, Córdoba al 2000. Le pido precisiones y me indica la Parroquia
Resurrección. Busco en Google, consigo la dirección exacta, se la paso al
conductor designado y el martes a la mañana ya estábamos en camino hacia el
lugar para pasarlo a buscar. Cuando el GPS indica empalmar de Gral. Paz a
Panamericana pero salir en colectora me invade una sensación de memoria
afectiva. Al rato, indica que debemos salir hacia Hipólito Yrigoyen y le
comento a Fer: “pensar que hace muchos años repetía este camino varias veces a
la semana”. Mari cursaba Terapia Ocupacional en la llamada sede San Isidro de
la UBA, en Martínez, y todavía no manejaba. A veces la llevábamos (con Lucía,
que era muy chiquita) y (casi) siempre la íbamos a buscar (porque salía tarde,
de noche). Estaba envuelto en esos pensamientos cuando reconozco la calle donde
estábamos doblando: Lima, la misma que tomaba en aquel entonces. Unas cuadras
más y nos topamos con la sede de la Facultad que queda en… Córdoba al 2000.
Doblamos, obligados, a la izquierda y, en la esquina, está la Parroquia
Resurrección. Nunca la había visto y me resultó muy raro por lo que le consulté
al monje quien me explicó que tenía apenas unos pocos años. No había empezado
el retiro y ya Mari me estaba guiando hacia el pasado compartido pero para
mostrarme el futuro: la Resurrección. Sin recuerdo no hay esperanza; sin rencor
ni nostalgia por ese pasado, con fe en el futuro y fidelidad al presente.
Al cabo de unas horas llegamos y,
al recibirnos en el Monasterio, la hospedera nos muestra las habitaciones. Son
dos, una al lado de la otra. Sin prestar atención a ningún detalle le digo a mi
amigo: “elegí vos”. Él mira una puerta, la otra, se ríe y me dice: “no hay
dudas, esa es la tuya”. Me acerco y… “San Jerónimo”. Cada habitación tiene
nombre de un santo o santa. Fer, que venía leyendo mi novela, entendió todo. El
protagonista –yo, al ser autobiográfica- se llama Jerónimo. Luego, en una
charla clave del retiro, cobraría un sentido más profundo aún. Pero no les voy
a contar todo…
Tercera compartida de este escrito. En la mañana del miércoles, después de la primera misa allí, sale Mamerto Menapace a buscarme y, estando al tanto de quién era, me dice: “Esa de allá es tu señora”. Señala y miro atentamente. “Fijate bien. ¿Sabés qué es? Una enredadera. Fijate qué linda. Ella ya está florecida”. Me dijo varias cosas más, algunas de las cuales entendí mejor después, gracias a Google y algunas rezadas. Hay un tronco y, sobre y alrededor, la enredadera y sus flores. Es una planta epífita. Usa al tronco de soporte pero no es un parásito. No hunde sus raíces en la tierra mientras que el tronco sí; pero ella –Ella-, a partir del tronco que sigue en tierra, lograr ir creciendo hacia el cielo. Hermosa imagen. Desde ese momento no pude dejar de pasar por ese lugar, incluso quedarme en oración, y hablar con Mari ahí mismo. Pero lo más fuerte es que, al día de estar de nuevo por casa, se me ocurrió buscar las fotos del 2004, en álbum impreso, de rollo revelado. No puedo describir mi sensación al ver una foto de Mari sobre un tronco por ese mismo parque del Monasterio. Las cosas de Dios que nos llevan al Dios de las cosas.
Luego de mi charla con Mamerto –profunda, fuerte, reveladora- le pedí que grabe unos mensajes para mis hijos, mis viejos y mis suegros. En esos casi 7 mins, en el total de los tres videos, hay una síntesis del “catecismo” que me permitió vivir el duelo de manera sana. Primero la gran frase: “Ella se nos adelantó para poner el agua para el mate”. Y hacia allá peregrino. Luego, la otra gran frase que terminó dando título a la novela: “el que se arriesga a amar, se compromete a sufrir… ¡pero sufrir por amor vale la pena!" Finalmente la imagen del árbol que ya no está en el patio familiar, narrado en el epílogo de ese maravilloso librito llamado “El paso y la espera”. Ese hueco de luz que solo percibe como ausencia aquel que se cobijó bajo su sombra y que, al buscarlo con la vista, nos invita a mirar la estrella.
Parafraseando el final del
Evangelio según San Juan, en el retiro “me pasaron” también muchas otras cosas.
Pero si quisiera contarlas todas no alcanzarían los caracteres permitidos en
las redes sociales.
Quizás les quede una duda: ¿pude escuchar a Dios en el retiro? Creo que sí. Creo de creer. Por ejemplo en las palabras de Mamerto: “es tiempo de parar el rodeo para recién después dejarte arrear por Dios”. Vivir el presente, mi hoy, que es ejercer con todo el corazón y toda mi vida la paternidad desde la viudez, con Mari siempre presente a su manera, de diferentes formas. Y, a la par, siempre alrededor de mis valores, armarme de paciencia y rumbear para donde Dios me llama. Cuando uno pregunta se tiene que bancar la respuesta. No huirle a Dios. “Lo que siento tapera en mi vida, para Dios es etapa tal vez”. Cuando ya no se ve nada, hay que ser fiel a lo que se vio en otros momentos. No cualquiera tiene fe en la primavera estando en invierno. El que ha vivido en la luz del día puede reconocer la noche y animarse a caminar hacia la madrugada. El tatuaje que me hice en el primer aniversario de Su partida me lo recuerda todo el tiempo: seguir caminando, peregrinando, siguiendo la estrella –que es Ella, que me guía, orienta, y lleva a Dios-, siempre en el amor, en el Amor.
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