viernes, 12 de febrero de 2021

12 de febrero de 1998

 

Es jueves 12 de febrero. Mi viejo me llevó desde la quinta hasta la estación y ahora estoy en el tren, viajando desde Moreno. Pensaba quedarme hasta marzo pero en estos últimos dos días no pude dejar de pensar en Mariela. Y tomé una decisión: volver.

            Ya estoy llegando a Morón. Son más de las seis de la tarde, quizás cerca de las siete. Ella no sabe que estoy volviendo. No hablamos luego de que me cortó el teléfono aquella madrugada. Apuesto lo que sea a que se quedó enojada. Muy enojada. A lo Mariela. En la charla del lunes por la tarde me dio a entender que, al volver de Córdoba, quería recuperar el tiempo perdido conmigo. Yo también, con Ella. Pero ninguno supo comunicarlo bien.

            Ramos Mejía. Falta poco. El viaje en tren me ayuda a pensar. ¿Qué le voy a decir? Sin dudas se va a sorprender. Espero que para bien. ¿Cómo reaccionará? ¿En qué situación estamos ahora? El nueve las cosas quedaron de diez, pero la última conversación –la telefónica- no terminó de la mejor manera. ¿Ella esperaba que me quede? Ella esperaba que me quede. Y yo me fui. Ella no espera que vuelva antes de marzo. Y estoy volviendo al tercer día.

            Liniers. Bajo del tren. ¿Camino o me tomo el colectivo? Camino. Hago unas quince cuadras, tal vez veinte, y llego a casa. Con toda mi familia en la quinta, disfruto de la paz que me da la soledad. Paz que dura un rato. No sirvo para estar solo. No me gusta. No sé qué me pasará cuando tenga cuarenta pero a los diecisiete –casi dieciocho- no me gusta estar solo mucho tiempo.

            Me baño mientras escucho música o escucho música mientras me baño. No sé por qué no estamos de acuerdo y llegamos a mejor puerto, nosotros nos merecemos aquello que hacemos. Mis amigos me dijeron Jero –siempre piso esta parte de la canción- no te enamores la primera vez, y no les hice caso. Me seco. Me pongo desodorante. Me visto. Me voy a su casa.

            —Soy yo —respondo a la pregunta sobre mi identidad que realizan del otro lado de la puerta.

            Silencio. Reconocí su voz al preguntar. Ella seguro que reconoció la mía al responder. Se hace una pausa que dura demasiado. ¿Qué pasará por su cabeza? Y más importante todavía… ¿qué pasará por su corazón? Desearía poder verle la cara. Se abre la puerta y sale.

            —¿Qué hacés acá?

            —Epa. ¿Así me recibís?

            —Perdón. Es que me hice la idea de que no te iba a volver a ver hasta marzo.

            —Yo también me hice esa idea y no pude soportarlo. Por eso vine.

            Una hermosa sonrisa amanece en su rostro. Sus ojos vuelven a brillar e iluminan mi vida.

            —¿Volviste por mí?

            —Obvio. Solo por vos.

            Las comisuras de sus labios intentan llegar a sus ojos cada una por su lado. No puede parar de sonreír. Y yo la admiro embobado. Es tan linda, tan bella. Es preciosa.

            —No se queden en la calle —dice Sebastián, asomándose por la puerta—. ¿Por qué no lo invitas a cenar? —le dice a su hermana. Y entra.

            —¿Querés? —me pregunta Mariela muy entusiasmada, sin poder contener del todo la alegría que lleva a su cuerpo a moverse sin sentido.

            —¿Cenar con vos? No debe haber mejor plan en el universo.

            Entramos. Sus viejos ya están acostados porque cenaron más temprano. Julián está durmiendo en su habitación. Sebastián me da charla en el comedor mientras Mariela está en la cocina.

             —Listo. Ya te podés ir —le dice a su hermano, tan seca y cortante como puede serlo cuando quiere.

            —¿Por qué? Es mi amigo y fue idea mía que se quede a cenar —le responde Seba.

            No sé dónde meterme. Estoy en el medio de una batalla que puede convertirse en guerra de un momento a otro. Elijo el silencio y pispeo la puerta por si tengo que salir rajando.

            —Por favor, hermanito del alma, ¿podrías dejarnos cenar solos que tenemos cosas importantes que charlar? —dice Mariela en un tono sobreactuado que, a su manera, indica que está levantando una bandera blanca.

            —Si me lo pedís así, sí. Los dejo. Pero tratalo bien al Tano que es amigo mío, eh. Y lo quiero —dice Sebastián mientras se va retirando muy despacio, con una risita pícara.

            Quedamos solos. La quiero ayudar a servir la comida y no me deja. Cocinó unas costillitas de cerdo y preparó una rica ensalada de zanahoria rallada. Aprovecho que está con los platos y le sirvo agua en su vaso, como para hacer algo.

            —Me sorprendió. Pensé que no se iba a ir —comenta.

            No se lo digo pero pensé lo mismo. A esta altura, su hermano mayor, mi compañero de curso, ya sabe lo que pasa –o no pasa- entre nosotros. Por eso interpreto su retirada como un guiño. En tres días se resolvieron dos complicaciones: Daniela y Sebastián.

            —Deliciosa —le digo, haciendo referencia a la comida.

            —¿Te gusta?

            «Vos me gustas», casi le digo. Pero no me animo. Quizás ese sea el último obstáculo a superar. Su amiga ya no gusta de mí. Su hermano no se opone a nuestra relación. Mi rival se fue derrotado. Mi autoestima está en su punto máximo. Tomé una decisión y estoy dispuesto a jugarme por amor. Solo me falta animarme y actuar.

            —Sí. Riquísima.

            —Menos mal que llegaste a tiempo, entonces. Porque estaba esperando a mi otro novio.

            «Otro». Dijo «otro». Ayúdame, Freud. Si esto no es un acto fallido, qué es. Ella también nota su lapsus linguae y yo agradezco haber prestado atención a las clases de psicología. En su inconsciente ya soy su novio, pero yo quiero besos conscientes. Se puso colorada. Yo sostengo el silencio para que ambos, a la vez, suframos este incómodo momento. ¿Qué sigue ahora? ¿Qué debo decir? ¿Qué debo hacer?

            —Ayúdame, Freud —comienzo a cantar, imitando la voz de Arjona. Ella ríe. Nos distendemos.

            Seguimos charlando y solo conversamos sobre trivialidades. Llenamos el silencio con palabras. Sabemos que hay clima de algo pendiente en el aire y ninguno se atreve a hablar de lo que hay que hablar. O dejar de hablar y actuar. ¿Acaso debiera ser yo el que empiece? No lo sé. Supongo que sí. Pero ¿por qué? Ya me rebotó un par de veces. ¿Y si estoy interpretando todo mal? ¿Y si solo veo lo que quiero ver? ¿Es eso posible?

Finaliza la sobremesa, salimos para despedirnos y nos quedamos charlando en el portón de su casa, como tantas otras veces... pero diferente. Yo estoy apoyado en el marco de la puerta y Ella, a corta distancia, amenazante. Se acerca aún más. Nuestras bocas quedan muy cerca, los latidos de mi corazón se aceleran, se escuchan las tensas respiraciones, nuestras miradas quedan fijas en los ojos del otro, como haciendo una pausa, imaginando el segundo siguiente, intuyéndolo, esperándolo, deseándolo, y solo pienso en comerle la boca, en comerle el corazón a besos. Pero no, todavía no. Casi temblando me despido con un simple beso en la mejilla y me voy para mi casa.


(Capítulo 69 de "Vale la pena. Diario de alguien que ama")



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