sábado, 8 de agosto de 2020

Algo que lo cambió todo

            "El 8 de agosto de 1997, sin embargo, sucedió algo que lo cambió todo. Aquel día me iba a un retiro de animadores en Venado Tuerto junto con otros cinco integrantes del grupo: Diana, Patricia, Vani, Maxi y Mario. Ella, que había venido a despedirnos junto con algunas de las pibas, me pidió si, de ahora en más, podía acompañarla a su casa cuando volvíamos del grupo. Le dije que sí, como le hubiese dicho a casi cualquier otra.

            —A casi cualquier otra —repitió el Negro, enfatizando el “casi”.

            Recuerdo la escena con nitidez. Estábamos en la puerta del SanRa, en aquel lugar que transité tantas veces, durante tantos años. Ella estaba en la escalinata de entrada utilizando alguno de los escalones como plataforma para intentar ponerse a mi altura. Tenía puesto un jardinero negro con una remera amarilla. Y moviendo la cabeza a un lado y otro, con alguna risita escondedora, me dijo:

—Che, Tano, me enteré que vivís a la vuelta de mi casa. ¿Podrías acompañarme los viernes a la noche después del grupo para que no me vuelva caminando sola?

Me tomó por sorpresa. Algo totalmente inesperado. Creo que sabía dónde era su casa ya que, como les dije, es la hermana de un compañero de la secundaria. Pero nunca me imaginé que podía llegar a hacerme esa propuesta. Y no lo dudé. Ni tiempo para dudarlo tuve. Su mirada me exigía una respuesta rápida. Es más, su mirada me exigía una respuesta rápida y afirmativa.

—Sí —le respondí—. Obvio.

Me di vuelta, tomé mi bolso y me fui volando. Justo nos dijeron que ya partíamos y aproveché la excusa. Me sentía raro. Estaba avergonzado y no sabía bien de qué ni por qué. Mi timidez, una vez más, me jugaba una mala pasada. Me escapé, en realidad, porque me había puesto colorado y no quería que se den cuenta.

            —Está buena, eh —me dijo Mario ni bien subimos al micro, mientras me codeaba.

            —¿Qué cosa? —le pregunté.

           —Daaale —me respondió, estirando la primera vocal—. No te hagas el boludo conmigo —agregó, y esta vez me pegó una piña en el hombro sin dejar de sonreír de manera pícara.

            —No sé de qué me hablas, Mario.

            —Mecha, gil.

            —Aaahhh. Ella, sí. Está re buena. ¿Y qué?

            —¿Cómo «y qué»? ¿No viste cómo te miraba cuando te hablaba recién?

            —Sí, me miraba desde abajo porque es medio petisa.

            —Nooo, hermano. No te duermas. Ahí podés jugar un lindo partido, eh…

       —Sabés que no —le dije de manera cortante, inclinando un poco la cabeza hacia la izquierda, sin separar mucho los labios y abriendo bien los ojos.

            Pero ya era inevitable. Y así de fácil se instala una idea.

Con el correr de las horas y los días ingenuamente leí esa señal como una insinuación. El razonamiento era impecable: una piba me pide que la acompañe a la casa; por lo tanto, gusta de mí. Así razonamos los varones, especialmente en la adolescencia. Y si la piba es linda –hermosa en este caso- no tenemos margen: hay que avanzar.

Pero su pedido, sin embargo, tenía otros intereses detrás..."


("Algo que lo cambió todo", capítulo 4; fragmento... borrador)

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