viernes, 14 de agosto de 2020

Agosto del 18

 

«Julio te prepara y agosto te lleva» solía decir mi abuelo, quien murió de cáncer el 14 de agosto de 1997. Jamás imaginé lo que viviría veintiún años después.

El 6 de julio de 2018 Mary terminaba se segunda tanda de quimio, luego de sus dos cirugías. Todo había comenzado dos años antes con un desmayo en nuestra cena de aniversario de casados (8-9 de julio de 2016), aunque el diagnóstico de cáncer nos llegó recién en enero de 2017.

Durante todo ese mes -julio de 2018- la pasó muy mal. No se sentía bien, le dolía todo, seguía perdiendo el pelo y cada vez le costaba más dormir. Eso no impidió que podamos compartir mucho tiempo en familia, alguna salida con amigas, y festejar varios cumples (el de Leo y Ari, los treinta de Juli y los ocho de Nico).

Llegó agosto y nada mejoró. En realidad sí, ya que logramos que pueda dormir mucho más cómoda con nuestro último bien ganancial: un sommier. Luego de catorce años con la misma cama, desde que nos casamos –que es cuando nos fuimos a vivir juntos-, en agosto llegó la novedad. Y allí pasó mucho mejor sus últimos días físicamente entre nosotros.

El martes 7 de agosto fuimos juntos al oncólogo. Allí el especialista nos dijo que todo pintaba muy mal pero quedaba una chance, difícil, y lo iban a evaluar al día siguiente en un ateneo médico interdisciplinario. Dicho así no impacta tanto, pero... ¿se imaginan lo que es saber que tu muerte es inminente y, al parecer, no hay nada por hacer? Así estaba Mary. Nunca perdió la esperanza durante el año y medio de tratamiento; sí tuvo miedo, obvio. Como cuando me dijo, estando en la terraza una noche, solos, entre lágrimas, que tenía miedo de no poder estar con sus hijos en momentos importantes de su vida. Recuerdo que sólo pude abrazarla, darle ánimo, darnos ánimo... y creo haber prometido algo que no estaba en mis manos cumplir: que todo iba a salir bien. También tuvo ataques de angustia, como ese último día en el trabajo de donde volvió llorando de impotencia, y nos quedamos juntos, abrazados, lagrimeando a más no poder, a los pies de nuestra cama.

El miércoles 8 fue un día de impaciencia, ansiedad, y mucha oración. Ella intentaba distraerse con alguna serie en netflix, pero la cabeza no paraba. Me quedan pocos recuerdos de aquel día... seguramente filtrados, bloqueados, censurados y reprimidos por mi inconsciente. Sí tengo presente haber salido a dar unas vueltas con el auto para poder llorar libremente y hacer catarsis insultando en todos los idiomas mientras golpeaba el volante.

El jueves 9, mientras Mary dormía y los chicos estaban en el colegio, recibí un llamado. Tenía que ir a la Fundación Favaloro, donde se atendía, donde hicieron el ateneo, sin Ella. En ese momento entendí todo. De ahí en más tengo imágenes sueltas que intento amalgamar. Nervios. Angustia. Falta de aire. Respiración agitada. No saber bien qué hacer ni para dónde correr. No la desperté porque era una bendición que pudiera hacerlo en esos días y, además, porque no sabía qué carajo decirle. Mi suegro vino a casa para no dejarla sola y yo me fui para allá. Manejaba como zombie. Me caían lágrimas pero tenía la mente en blanco. Ni siquiera recuerdo ir rezando.

Llegué. Estacioné en la cochera de enfrente. Al cruzar la calle me crucé con el tío Carlos. Lo siguiente que puedo reconstruir es estar en una habitación, con varios familiares de Mary, esperando al oncólogo. Entró, dio el diagnóstico que se traducía en una «no queda nada por hacer», y me dio una orden de cuidados paliativos. No pregunté nada. No quise. No pude. No supe. Esperé que se vaya y me encerré en el baño. Me tiré al piso y comencé a llorar desconsolado. Como nunca. Se me estaba derrumbando la vida. Lloraba, lloraba y seguía llorando. Apenas hacía una pausa para poder respirar y continuar llorando. Angustia. Sufrimiento. Dolor. ¿Por qué? ¿¿¡Por qué?!? Quería quedarme tirado en el piso sin levantarme. No sentía fuerzas para nada. Solo quería llorar hasta desmayarme. Sé que al rato me sacó mi cuñado y nos volvimos para casa. Otra vez manejando sin pensar en nada pero con lágrimas en los ojos que caían sin que pudiera controlarlas.

Entramos a mi casa, con su madre y su tío; ya estaba su padre. Creo que les había pedido que no le avisaran nada a Mary porque yo quería decírselo en persona y a solas.  La saludé a Ella. No preguntó nada. No hizo falta. Tampoco le comenté nada. Me fui a la farmacia a comprarle los calmantes que le habían recetado y, en el camino, llamé a Joaco. Me atendió, iba a empezar a hablar y… se me hizo un nudo en la garganta. Corté. Mi hermano alcanzó a escuchar el llanto y me devolvió la llamada. Le dije que Mary se iba a morir, y otra vez a llorar angustiado. «Voy para allá», me dijo. Vino de inmediato. La escena, con tantas personas en casa, no necesitaba mucha explicación. Más tarde se fueron yendo todos, y Joaquín se llevó a Lucía y Nicolás a dormir a su parroquia de manera que pudiéramos hablar tranquilos.

Ese mismo jueves tuvimos nuestra noche a solas, cuando le dije lo más doloroso de mi vida: que se iba a morir antes de que pudiésemos envejecer juntos. Sólo comparable a lo que, días después, tuve que decirle a Lu y Nico: que su mamá ya no iba a estar más físicamente entre nosotros.

El viernes 10, juntos, les dijimos a nuestros hijos lo mismo. Buscamos las palabras, y juro que no existían. Mary quiso decirlo ella, pero no pudo. Primero solo con Lu, y después los cuatro juntos con Nico. Muchas lágrimas, mucha angustia y mucho dolor. Mary dijo que fue lo más difícil que tuvo que hacer en toda su vida. Recordarlo es casi revivirlo con esa intensidad. Pero fue sano haberlo hecho. Y pudimos hacerlo, gracias a Dios.

Ese mismo viernes renunció a su trabajo y, al cortar el teléfono, dijo algo que en su momento tenía sentido pero, a los pocos días, recuperaría todo su significado profético: «ahora voy a tener más tiempo para Javi, Lu y Nico». Y hoy tiene toda la eternidad. Y es nuestro ángel.

El sábado 11 fue el momento de las visitas, las despedidas, los pedidos, las promesas y las misiones. Ella planificó su agenda de manera tal de ver a toda la familia ese finde, y le quedaron algunas amigas para la semana. Lamentablemente no llegó.

Por la tarde su tío le dio la unción de los enfermos; «estoy llena del Espíritu Santo» dijo al recibir el sacramento. Y si bien siempre fue una mujer creyente, nunca vivió la fe con tanta intensidad como esa última semana. Irradiaba luz. Y vaya si se notaba.

Esa noche, estando con Mary acostados en nuestra cama, se dio el siguiente diálogo:

Te amo.

Yo también te amo me dijo Ella.

Ya lo sé. Siempre lo supe.

Y sonreímos juntos, mirándonos a los ojos.

Tres días antes nos habían dado la peor noticia: ya no había tratamiento posible para su cáncer.

Dos días antes habíamos hecho lo más doloroso de nuestras vidas: contárselo a Lu y Nico.

Dos días después Ella se iba a quedar dormida y no despertar más, pero en ese momento no lo sabíamos.

Tres días después Ella se iba de este mundo para no volver más, pero en ese momento no lo sabíamos.

Y siguió el diálogo:

Ojalá pudiera ocupar tu lugar.

No sabés lo que estás pidiendo... me dijo Ella. 

Y lloramos juntos, mirándonos a los ojos.

Y nos abrazamos. Y nos quedamos dormidos...

Se me confunden un poco las fechas pero sé que llevé a Lu a kinesiología y a un cumpleaños de una amiga. Nico, en cambio, fue a jugar al fútbol al Newbery, como todos los sábados… ¡y ganaron con seis goles suyos! Intentamos, dentro de lo posible, seguir haciendo vida normal con ellos.

El último evento social consciente de Mary fue una misa que ella misma organizó. Fue en nuestra pieza, y muchas noches la sigo recordando. Vino casi toda la familia cercana, y realmente no sé cómo hicimos para entrar. Ella encabezó la celebración desde nuestra cama. Su tío, el cura, presidió; padres, hermanos, cuñados, suegros, primos y tíos, acompañaron. Lu estuvo de monaguilla y Nico terminó acomodándose a su lado, bien abrazadito. Yo no sabía dónde ponerme, ni qué hacer, y Ella me llamó con su dulce voz y, con un gesto que nunca en mi vida voy a olvidar, palmeó el colchón, a su lado, para que me siente junto a Ella.

Ese domingo 12 de agosto, a la tarde, se despidió. Finalizada la misa me pidió que se vayan todos porque necesitaba descansar. Estaba exhausta. Cuando solo quedábamos los cuatro le dio un beso a Lu y Nico, y se acostó a dormir. Se despertó a medianoche, cuando tuvimos nuestro último diálogo estando ambos despiertos. Le di la medicación para el dolor, la tapé, me acosté a su lado, recuerdo que nos besamos, nos deseamos buenas noches... Y nunca más despertó.

Durante el 13 de agosto y la mañana del 14, nos despedimos varias veces con los chicos. Ella parecía dormida pero nosotros le hablábamos igual. Lloramos mucho y Ella, estando en coma, también lloró. Brotaron lágrimas de sus ojos y, como reflejo, de los nuestros también. La abrazamos. Le dimos besos. Lu le hizo la señal de la cruz con agua bendita y le prometió, en nombre de los tres, que íbamos a ser muy felices por Ella.

Mary se fue llena de Dios. Con mucha fortaleza y mucha paz, algo que nos regaló también a los demás. Y por eso tengo la certeza que ya está viviendo resucitada, en la Gloria de Dios, con Él, feliz. Desde aquel 14 de agosto de 2018 y para siempre, por la eternidad.

Mary partió feliz, y hoy sigue amándonos y cuidándonos desde la eternidad. Amén.

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