Desde que tengo uso de
razón creo creer en la Fiesta de Todos los Santos. Con el tiempo fui
entendiendo mejor, profundizando, en su significado. Y en estos meses
empecé a vivirlo.
Decía el Papa Francisco
hace exactamente dos años: “Con toda la Iglesia celebramos hoy
la solemnidad de Todos los Santos. Recordamos así, no sólo a
aquellos que han sido proclamados santos a lo largo de la historia,
sino también a tantos hermanos nuestros que han vivido su vida
cristiana en la plenitud de la fe y del amor, en medio de una
existencia sencilla y oculta. Seguramente, entre ellos hay muchos de
nuestros familiares, amigos y conocidos... si hay algo que
caracteriza a los santos es que son realmente felices. Han encontrado
el secreto de esa felicidad auténtica, que anida en el fondo del
alma y que tiene su fuente en el amor de Dios. Por eso, a los santos
se les llama bienaventurados.”. Y agregaba un año después:
“Así son los santos: respiran como todos el aire contaminado
del mal que existe en el mundo, pero en el camino no pierden nunca de
vista el recorrido de Jesús, aquel indicado en las bienaventuranzas,
que son como un mapa de la vida cristiana. Hoy es la fiesta de
aquellos que han alcanzado la meta indicada por este mapa: no sólo
los santos del calendario, sino tantos hermanos y hermanas «de la
puerta de al lado», que tal vez hemos encontrado y conocido. Hoy es
una fiesta de familia, de tantas personas sencillas, escondidas que
en realidad ayudan a Dios a llevar adelante el mundo.”.
La Fiesta de Todos los
Santos es la fiesta de todos aquellos que nos precedieron, que ya han
partido al Cielo, y con quienes seguimos en comunión, quienes siguen
intercediendo por nosotros, y con quienes tenemos la certeza de algún
día reencontrarnos en la Felicidad Eterna.
San Pablo dijo que “si
creemos que Jesús murió y que resucitó, de la misma manera Dios
llevará consigo a quienes murieron en Jesús” (1 Tes 4, 13-14)
y “si morimos con Él, también viviremos con Él” (2 Tm
2, 11). Y Jesús ya nos había dicho: “Yo soy la Resurrección y
la Vida. El que creer en mí, aunque muerra, vivirá; y todo el que
vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Creés esto?” (Jn 11,
21-26). Porque “no es un Dios de muertos sino de vivos”
(Mc 12, 27).
Hace
poco traía la Lectura del Evangelio en nuestra misa de casamiento:
la Casa edificada sobre Roca. Intencionalmente elegimos empezarla unos
versículos antes: “No son los que me dicen: “Señor, Señor”,
los que entrarán en el Reino de los Cielos, sino los que cumplen la
voluntad de mi Padre que está en el cielo”.
Mary
fue siempre una mujer de Fe. Releer las cartas de nuestro noviazgo en
estos meses me hizo tomar más conciencia todavía. Fue
una mujer de Fe con sus vaivenes, como todos. Pero lo fue hasta el
final. La paz y la fortaleza con la que vivió sus últimos días
fueron fruto de esa Vida de Fe. Con comunión diaria en el Triduo
final: viernes, sábado y domingo. Con Unción de los Enfermos, donde
terminó diciendo: “sentí realmente la presencia del Espíritu
Santo”. Y les juro que brillaba. Y su despedida fue la Misa que
ella misma organizó, en nuestra pieza, en nuestra cama.
Ese domingo 12 de agosto,
a la tarde, se despidió. Finalizada la Misa me pidió que se vayan
todos, para descansar. Cuando sólo quedábamos los 4, le dio un beso
a Lu y Nico, y se acostó a dormir. Sólo se despertó a medianoche,
cuando tuvimos nuestro último diálogo estando ambos despiertos. Le
dí la medicación para el dolor, la tapé, me acosté a su lado,
recuerdo que nos besamos, nos deseamos buenas noches... Y nunca más
despertó. Se fue llena de Dios. Con mucha fortaleza y mucha paz,
algo que nos regaló también a los demás. Y por eso tengo la
certeza que ya está viviendo resucitada, en la Gloria de Dios, con
Él, feliz. Desde aquel 14 de agosto de 2018 y para siempre, por la
eternidad.
Porque soy un hombre de
Fe, y creo realmente todo lo que acabo de escribir, es que pude
decirle hace casi un mes: “No sé el porqué de tu partida, pero tengo certeza del reencuentro.”.
Y por eso mismo también le digo a Mary cada día: “Qué lindo saber que estás en el Cielo, feliz, con Dios, que seguimos amándonos, que seguís cuidándonos...”.
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