domingo, 6 de septiembre de 2020

Hoy es un día muy especial...


Hoy es un día muy especial para mí —me susurró Mariela al saludarme.

Y yo respondí con una tierna sonrisa y una dulce mirada. En realidad fue la reacción espontánea, casi en espejo, a su tierna sonrisa y su dulce mirada.

Ese sábado 6 de septiembre fue la primera reunión de JuvenCor Básico y animamos juntos. Todos los días de esa semana pasé por su casa para preparar lo que íbamos a hacer y ultimar detalles. Estábamos muy comprometidos. Ella estaba muy emocionada. Yo estaba muy enamorado.

Muchos pibes de primaria. Una reunión brillante. El Sensei, a unos pasos, me miraba y asentía con la cabeza como corroborando que habíamos tomado una sabia decisión aquella noche. Al rato me guiñaba un ojo insinuando que, de ahora en más, dependía de mí cómo seguía la otra parte de aquella charla.

Ella estaba con un jean y una remera, pero lo que más recuerdo de su vestimenta aquella mañana era su campera, buzo o saquito. Nunca fui bueno para nombrar o categorizar la ropa. La marca, Scombro. Amplia, como tejida, con capucha. Combinaba distintos colores: azul, rojo y blanco. Le quedaba muy pero muy linda. Iba y venía, y no podía dejar de observarla.

Entre las cosas que llevé tenía un cuaderno grande, de esos llamados universitarios. En la primera hoja, a modo de carátula, había escrito «JuvenCor» en colores. A medida que avanzaba la reunión le iba agregando cosas. En un momento, arriba a la derecha, la fecha: «6/9/97». Después escribí «Aguante» arriba de «JuvenCor» de modo que se forme un «Aguante JuvenCor». Más adelante agregué un «y el Tano» debajo de «JuvenCor». Ahora podía leerse «Aguante JuvenCor y El Tano». Salí, fui, busqué algo, volví y… alguien había osado intervenir en mi obra de arte. No sé cómo ni por qué pero reconocí la letra; «y Mariela también», decía entre paréntesis y con letra minúscula de imprenta. La miré como haciéndome el malo, con la mirada fija, entrecerrando un poco los ojos, juntando mis labios, y repitiendo mentalmente «quiero que pienses que estoy enojado». Ella me miró, sonrió y me desarmó en una milésima de segundo. Nada duró mi acting de enojo. Le devolví otra sonrisa. Sus ojos brillaron y seguramente los míos también. Tomé la hoja, puse una flecha y escribí «puede ser». Firmé «Jerónimo» y cerré el cuaderno.

Terminó la reunión. Nos miramos entre los animadores y era todo satisfacción. Tarea cumplida. El primer encuentro fue un éxito, tanto en convocatoria como en la alegría de los pibes que nos saludaban al despedirse. Los padres se los llevaban, nos felicitaban y nos agradecían. Me dejé llevar por ese instante de felicidad que me inspiró y…

—¿Qué hacés? —me encara Mariela sorprendida.

—No me diga que le tocó el culo — comenta el Nacho mientras se toma la cabeza.

—Nooo. ¿Usted está loco?

—Entonces… ¿qué hizo? —pregunta el Monje.

—Dejen que les cuente…

Me molesta mucho que me interrumpan cuando estoy narrando una historia; es como si se contaminara el relato. Recupero lo dicho con anterioridad y prosigo.

—¿Qué hacés? —me encara Mariela sorprendida—. Esa es mi colita.

En un descuido de Ella, fui por detrás y le saqué de un tirón la colita del pelo.

—Me gusta cómo te queda el pelo suelto —la piropeé.

Volvió a sonreír, pero esta vez achinando los ojos. Parece que le dio un poco de vergüenza, aunque reaccionó rápido.

—Te la regalo —me dijo.

Y me quedé con su colita del pelo roja. La que usó en esa primera reunión de Básico que animamos juntos. La que guardo para siempre como recuerdo de aquella hermosa mañana. La que me señala a cada instante que mientras yo creo que le estoy sacando algo, Ella me lo está regalando. 


("Diario de Alguien que Espera", capítulo 12 fragmento... borrador)

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