—Hoy es un día muy especial para mí —me susurró Mariela al saludarme.
Y yo respondí con una tierna sonrisa y una
dulce mirada. En realidad fue la reacción espontánea, casi en espejo, a su
tierna sonrisa y su dulce mirada.
Ese sábado 6 de septiembre fue la primera
reunión de JuvenCor Básico y animamos juntos. Todos los días de esa semana pasé
por su casa para preparar lo que íbamos a hacer y ultimar detalles. Estábamos
muy comprometidos. Ella estaba muy emocionada. Yo estaba muy enamorado.
Muchos pibes de primaria. Una reunión
brillante. El Sensei, a unos pasos, me miraba y asentía con la cabeza como
corroborando que habíamos tomado una sabia decisión aquella noche. Al rato me
guiñaba un ojo insinuando que, de ahora en más, dependía de mí cómo seguía la
otra parte de aquella charla.
Ella estaba con un jean y una remera, pero lo
que más recuerdo de su vestimenta aquella mañana era su campera, buzo o
saquito. Nunca fui bueno para nombrar o categorizar la ropa. La marca, Scombro. Amplia, como tejida, con
capucha. Combinaba distintos colores: azul, rojo y blanco. Le quedaba muy pero
muy linda. Iba y venía, y no podía dejar de observarla.
Entre las cosas que llevé tenía un cuaderno
grande, de esos llamados universitarios. En la primera hoja, a modo de
carátula, había escrito «JuvenCor» en colores. A medida que avanzaba la reunión
le iba agregando cosas. En un momento, arriba a la derecha, la fecha: «6/9/97».
Después escribí «Aguante» arriba de «JuvenCor» de modo que se forme un «Aguante
JuvenCor». Más adelante agregué un «y el Tano» debajo de «JuvenCor». Ahora
podía leerse «Aguante JuvenCor y El Tano». Salí, fui, busqué algo, volví y…
alguien había osado intervenir en mi obra de arte. No sé cómo ni por qué pero
reconocí la letra; «y Mariela también», decía entre paréntesis y con letra
minúscula de imprenta. La miré como haciéndome el malo, con la mirada fija,
entrecerrando un poco los ojos, juntando mis labios, y repitiendo mentalmente «quiero
que pienses que estoy enojado». Ella me miró, sonrió y me desarmó en una
milésima de segundo. Nada duró mi acting
de enojo. Le devolví otra sonrisa. Sus ojos brillaron y seguramente los míos
también. Tomé la hoja, puse una flecha y escribí «puede ser». Firmé «Jerónimo»
y cerré el cuaderno.
Terminó la reunión. Nos miramos entre los
animadores y era todo satisfacción. Tarea cumplida. El primer encuentro fue un
éxito, tanto en convocatoria como en la alegría de los pibes que nos saludaban
al despedirse. Los padres se los llevaban, nos felicitaban y nos agradecían. Me
dejé llevar por ese instante de felicidad que me inspiró y…
—¿Qué hacés? —me encara Mariela sorprendida.
—No me diga que le tocó el culo — comenta el
Nacho mientras se toma la cabeza.
—Nooo. ¿Usted está loco?
—Entonces… ¿qué hizo? —pregunta el Monje.
—Dejen que les cuente…
Me molesta mucho que me interrumpan cuando
estoy narrando una historia; es como si se contaminara el relato. Recupero lo dicho
con anterioridad y prosigo.
—¿Qué hacés? —me encara Mariela sorprendida—.
Esa es mi colita.
En un descuido de Ella, fui por detrás y le
saqué de un tirón la colita del pelo.
—Me gusta cómo te queda el pelo suelto —la
piropeé.
Volvió a sonreír, pero esta vez achinando los
ojos. Parece que le dio un poco de vergüenza, aunque reaccionó rápido.
—Te la regalo —me dijo.
Y me quedé con su colita del pelo roja. La que
usó en esa primera reunión de Básico que animamos juntos. La que guardo para
siempre como recuerdo de aquella hermosa mañana. La que me señala a cada
instante que mientras yo creo que le estoy sacando algo, Ella me lo está
regalando.
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