«Julio te prepara y
agosto te lleva» solía
decir mi abuelo, quien murió de cáncer el 14 de agosto de 1997. Jamás imaginé
lo que viviría veintiún años después.
El 6 de julio de
2018 Mary terminaba se segunda tanda de quimio, luego de sus dos cirugías. Todo
había comenzado dos años antes con un desmayo en nuestra cena de aniversario de
casados (8-9 de julio de 2016), aunque el diagnóstico de cáncer nos llegó recién
en enero de 2017.
Durante todo ese
mes -julio de 2018- la pasó muy mal. No se sentía bien, le dolía todo, seguía
perdiendo el pelo y cada vez le costaba más dormir. Eso no impidió que podamos
compartir mucho tiempo en familia, alguna salida con amigas, y festejar varios
cumples (el de Leo y Ari, los treinta de Juli y los ocho de Nico).
Llegó agosto y nada
mejoró. En realidad sí, ya que logramos que pueda dormir mucho más cómoda con
nuestro último bien ganancial: un sommier.
Luego de catorce años con la misma cama, desde que nos casamos –que es cuando
nos fuimos a vivir juntos-, en agosto llegó la novedad. Y allí pasó mucho mejor
sus últimos días físicamente entre nosotros.
El martes 7 de
agosto fuimos juntos al oncólogo. Allí el especialista nos dijo que todo pintaba
muy mal pero quedaba una chance, difícil, y lo iban a evaluar al día siguiente
en un ateneo médico interdisciplinario. Dicho así no impacta tanto, pero... ¿se
imaginan lo que es saber que tu muerte es inminente y, al parecer, no hay nada
por hacer? Así estaba Mary. Nunca perdió la esperanza durante el año y medio de
tratamiento; sí tuvo miedo, obvio. Como cuando me dijo, estando en la terraza
una noche, solos, entre lágrimas, que tenía miedo de no poder estar con sus
hijos en momentos importantes de su vida. Recuerdo que sólo pude abrazarla,
darle ánimo, darnos ánimo... y creo haber prometido algo que no estaba en mis
manos cumplir: que todo iba a salir bien. También tuvo ataques de angustia,
como ese último día en el trabajo de donde volvió llorando de impotencia, y nos
quedamos juntos, abrazados, lagrimeando a más no poder, a los pies de nuestra
cama.
El miércoles 8 fue
un día de impaciencia, ansiedad, y mucha oración. Ella intentaba distraerse con
alguna serie en netflix, pero la
cabeza no paraba. Me quedan pocos recuerdos de aquel día... seguramente filtrados,
bloqueados, censurados y reprimidos por mi inconsciente. Sí tengo presente
haber salido a dar unas vueltas con el auto para poder llorar libremente y
hacer catarsis insultando en todos los idiomas mientras golpeaba el volante.
El jueves 9,
mientras Mary dormía y los chicos estaban en el colegio, recibí un llamado.
Tenía que ir a la Fundación Favaloro, donde se atendía, donde hicieron el
ateneo, sin Ella. En ese momento entendí todo. De ahí en más tengo imágenes
sueltas que intento amalgamar. Nervios. Angustia. Falta de aire. Respiración
agitada. No saber bien qué hacer ni para dónde correr. No la desperté porque
era una bendición que pudiera hacerlo en esos días y, además, porque no sabía
qué carajo decirle. Mi suegro vino a casa para no dejarla sola y yo me fui para
allá. Manejaba como zombie. Me caían
lágrimas pero tenía la mente en blanco. Ni siquiera recuerdo ir rezando.
Llegué. Estacioné
en la cochera de enfrente. Al cruzar la calle me crucé con el tío Carlos. Lo siguiente
que puedo reconstruir es estar en una habitación, con varios familiares de Mary,
esperando al oncólogo. Entró, dio el diagnóstico que se traducía en una «no
queda nada por hacer», y me dio una orden de cuidados paliativos. No pregunté
nada. No quise. No pude. No supe. Esperé que se vaya y me encerré en el baño.
Me tiré al piso y comencé a llorar desconsolado. Como nunca. Se me estaba derrumbando
la vida. Lloraba, lloraba y seguía llorando. Apenas hacía una pausa para poder
respirar y continuar llorando. Angustia. Sufrimiento. Dolor. ¿Por qué? ¿¿¡Por
qué?!? Quería quedarme tirado en el piso sin levantarme. No sentía fuerzas para
nada. Solo quería llorar hasta desmayarme. Sé que al rato me sacó mi cuñado y
nos volvimos para casa. Otra vez manejando sin pensar en nada pero con lágrimas
en los ojos que caían sin que pudiera controlarlas.
Entramos a mi casa, con su madre y su tío; ya estaba su
padre. Creo que les había pedido que no le avisaran nada a Mary porque yo
quería decírselo en persona y a solas. La saludé a Ella. No preguntó nada. No hizo
falta. Tampoco le comenté nada. Me fui a la farmacia a comprarle los calmantes
que le habían recetado y, en el camino, llamé a Joaco. Me atendió, iba a
empezar a hablar y… se me hizo un nudo en la garganta. Corté. Mi hermano
alcanzó a escuchar el llanto y me devolvió la llamada. Le dije que Mary se iba
a morir, y otra vez a llorar angustiado. «Voy para allá», me dijo. Vino de
inmediato. La escena, con tantas personas en casa, no necesitaba mucha
explicación. Más tarde se fueron yendo todos, y Joaquín se llevó a Lucía y
Nicolás a dormir a su parroquia de manera que pudiéramos hablar tranquilos.
Ese mismo jueves tuvimos
nuestra noche a solas, cuando le dije lo más doloroso de mi vida: que se iba a
morir antes de que pudiésemos envejecer juntos. Sólo comparable a lo que, días
después, tuve que decirle a Lu y Nico: que su mamá ya no iba a estar más
físicamente entre nosotros.
El viernes 10,
juntos, les dijimos a nuestros hijos lo mismo. Buscamos las palabras, y juro
que no existían. Mary quiso decirlo ella, pero no pudo. Primero solo con Lu, y
después los cuatro juntos con Nico. Muchas lágrimas, mucha angustia y mucho
dolor. Mary dijo que fue lo más difícil que tuvo que hacer en toda su vida.
Recordarlo es casi revivirlo con esa intensidad. Pero fue sano haberlo hecho. Y
pudimos hacerlo, gracias a Dios.
Ese mismo viernes
renunció a su trabajo y, al cortar el teléfono, dijo algo que en su momento
tenía sentido pero, a los pocos días, recuperaría todo su significado
profético: «ahora voy a tener más tiempo
para Javi, Lu y Nico». Y hoy tiene toda la eternidad. Y es nuestro ángel.
El sábado 11 fue el
momento de las visitas, las despedidas, los pedidos, las promesas y las
misiones. Ella planificó su agenda de manera tal de ver a toda la familia ese
finde, y le quedaron algunas amigas para la semana. Lamentablemente no llegó.
Por la tarde su tío
le dio la unción de los enfermos; «estoy llena del Espíritu Santo» dijo al
recibir el sacramento. Y si bien siempre fue una mujer creyente, nunca vivió la
fe con tanta intensidad como esa última semana. Irradiaba luz. Y vaya si se
notaba.
Esa noche, estando con
Mary acostados en nuestra cama, se dio el siguiente diálogo:
—Te amo.
—Yo también te amo —me
dijo Ella.
—Ya lo sé. Siempre lo supe.
Y sonreímos juntos,
mirándonos a los ojos.
Tres días antes nos
habían dado la peor noticia: ya no había tratamiento posible para su cáncer.
Dos días antes
habíamos hecho lo más doloroso de nuestras vidas: contárselo a Lu y Nico.
Dos días después
Ella se iba a quedar dormida y no despertar más, pero en ese momento no lo
sabíamos.
Tres días después
Ella se iba de este mundo para no volver más, pero en ese momento no lo
sabíamos.
Y siguió el
diálogo:
—Ojalá pudiera ocupar tu lugar.
—No sabés lo que estás
pidiendo... —me dijo Ella.
Y lloramos juntos,
mirándonos a los ojos.
Y nos abrazamos. Y
nos quedamos dormidos...
Se me confunden un
poco las fechas pero sé que llevé a Lu a kinesiología y a un cumpleaños de una
amiga. Nico, en cambio, fue a jugar al fútbol al Newbery, como todos los
sábados… ¡y ganaron con seis goles suyos! Intentamos, dentro de lo posible,
seguir haciendo vida normal con ellos.
El último evento
social consciente de Mary fue una misa que ella misma organizó. Fue en nuestra pieza,
y muchas noches la sigo recordando. Vino casi toda la familia cercana, y
realmente no sé cómo hicimos para entrar. Ella encabezó la celebración desde
nuestra cama. Su tío, el cura, presidió; padres, hermanos, cuñados, suegros,
primos y tíos, acompañaron. Lu estuvo de monaguilla y Nico terminó acomodándose
a su lado, bien abrazadito. Yo no sabía dónde ponerme, ni qué hacer, y Ella me
llamó con su dulce voz y, con un gesto que nunca en mi vida voy a olvidar,
palmeó el colchón, a su lado, para que me siente junto a Ella.
Ese domingo 12 de
agosto, a la tarde, se despidió. Finalizada la misa me pidió que se vayan todos
porque necesitaba descansar. Estaba exhausta. Cuando solo quedábamos los cuatro
le dio un beso a Lu y Nico, y se acostó a dormir. Se despertó a medianoche,
cuando tuvimos nuestro último diálogo estando ambos despiertos. Le di la
medicación para el dolor, la tapé, me acosté a su lado, recuerdo que nos
besamos, nos deseamos buenas noches... Y nunca más despertó.
Durante el 13 de
agosto y la mañana del 14, nos despedimos varias veces con los chicos. Ella
parecía dormida pero nosotros le hablábamos igual. Lloramos mucho y Ella,
estando en coma, también lloró. Brotaron lágrimas de sus ojos y, como reflejo,
de los nuestros también. La abrazamos. Le dimos besos. Lu le hizo la señal de
la cruz con agua bendita y le prometió, en nombre de los tres, que íbamos a ser
muy felices por Ella.
Mary se fue llena
de Dios. Con mucha fortaleza y mucha paz, algo que nos regaló también a los
demás. Y por eso tengo la certeza que ya está viviendo resucitada, en la Gloria
de Dios, con Él, feliz. Desde aquel 14 de agosto de 2018 y para siempre, por la
eternidad.
Mary partió feliz, y hoy sigue amándonos y cuidándonos desde la eternidad. Amén.
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