Es de noche. El cielo estrellado me tiene hipnotizado. Sopla una
suave brisa que calma mi espíritu. Un aroma familiar lo invade todo.
Tomo un mate. Y otro. Respiro aire puro e intento que recorra todo mi
cuerpo. El tiempo pasa lentamente, o más despacio que de costumbre.
Una estrella brilla más que las demás y capta mi atención. La
oscuridad de la noche se va iluminando a medida que me demoro en
observar esa estrella. Parece que se mueve. O soy yo. O somos los
dos. Aparecen unas nubes que pasan cerca, tapando otras estrellas. El
cielo ya no está despejado, pero mi estrella sigue brillando. ¿Será
la luz de una estrella que ya se apagó?, me pregunto.
Estoy sentado en una reposera azul. Miro alrededor y creo reconocer
un patio gris. Al fondo veo algo de verde, como un pequeño jardín.
Vuelvo a elevar los ojos al cielo y mi estrella sigue ahí, fiel,
brillando. Esa estrella me invita a mirar al cielo nuevamente, y se
lo agradezco con una sonrisa cómplice.
De pronto esa estrella se convierte en un ángel, y las nubes que la
rodeaban se transforman en unas cataratas. Me lleno de paz. Una
hermosa sensación que, ojalá, no se vaya nunca. Y me tomo otro
mate. Y el ángel cierra los ojos, eleva sus brazos, y disfruta el
sentir las gotas de agua que besan su rostro. Y experimento algo que
puedo nombrar, a tientas, como felicidad. Casi que yo también siento
el agua mojando mi cara...
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